miércoles, 21 de julio de 2010

CUANDO YO ERA NIÑO...


Cuando yo era un niño pequeño, pero realmente pequeño, ya sabes, entre cuatro y cinco años, el mundo me venía grande... Demasiado grande, en verdad... Y estaba lleno de misterios... Algunas máquinas, con pulsar un botón, ¡Un solo botón!, eran capaces de convertir cosas ricas (tomate, pimiento, pepino, cebolla...) en una cosa misteriosa, que mi madre llamaba "gazpacho", y que era la gran pasión de mi abuelo... Había otras cosas extrañas, como una puerta de cristal enorme, a la entrada de un edificio... ¡que se abría cuando te acercabas a ella, con su caballito de mar... pero que si no te dabas prisa al cruzar, se cerraba en tus narices, porque eras tan pequeño, pero tan pequeño, que no te veía! Luego te haces mayor, y te hablan de sensores de movimiento, de campos energéticos, y de detectores en el suelo... pero tú te sigues imaginando algo más extraño, por ejemplo, que tras el mostrador de ese importante edificio está escondido un señor mayor, con una manivela en la mano, para abrir la puerta...


Pero entre los muchos cachivaches que poblaban nuestra casa en aquellos años, dos se llevaban todos los premios a la maravilla... Uno de ellos era una pequeña caja más o menos rectangular, más o menos grande, de color más o menos gris o negro, y con un brillante cuerno metálico, en la que apretabas un botón.. ¡Y de repente cobraba vida! ¡Y salían voces, y música, y más voces, y gritos! Y yo siempre me preguntaba... ¿cómo habrán hecho para meter a 22 personas, mas los árbitros y, como poco, un comentarista, en un sitio tan pequeño? Todavía me sigue intrigando, cada vez que por casualidad sintonizo "Carrusel Deportivo" en la radio del despacho, noto ese extraño regusto a inocencia en la garganta...


El siguiente cachivache, cuya utilidad no pude comprobar hasta unos años más tarde, era una especie de caja de metal, casi siempre blanca, con una ventana casi siempre redonda, y que realizaba un auténtico milagro: se comía la ropa sucia (que en más de una ocasión, con las peleas de barro veraniegas, siempre amistosas, volvía a casa para cogerme con pinzas...), y la devolvía limpia, un poco mojada, eso sí, pero limpia... La lavadora, entrañable cacharro que, por cariño a la familia, era capaz de encogerse de tamaño, y cambiar de color, y perder su hermosa ventana, para irse de vacaciones con nosotros, convertida en una cosa azul llamada "Jata"... Todavía pierdo el tiempo, de vez en cuando, viendo a la ropa dar vueltas, y más vueltas, y más vueltas...Es uno de esos pequeños lujos diarios, que no aprecias todo lo que deberías, hasta que careces de él: recuerdo cierto campamento de verano, muchos años más tarde, donde una de las actividades previstas cada dos días era lavar la ropa en el lavadero de piedra... Era curiosa la manera en que procurábamos mantener la mayor distancia posible entre los dos sexos, y los chicos de once o doce años solo podíamos fantasear con la textura y el olor de las braguitas de Natalia...


Algunos días, el mundo era un lugar acogedor, maravilloso, con esa pátina de eternidad de los momentos perfectos... Eran las mañanas en el Retiro, haciendo el bestia con los triciclos que alquilábamos por horas, pacientemente supervisados por mi abuelo... Por cierto, ¿qué habrá sido de esos maravillosos triciclos de carreras, con su cornamenta retorcida y su gran estabilidad, siempre que no quisieras emular a "Ben Hur"?... Eran las vacaciones, tiempos de hacer la cabra loca con los chavales de la calle, de montar en bici en plan salvaje por los solares de las obras, o de contar historias de miedo debajo de una tienda de campaña improvisada con una sábana en el jardín de un amigo, historias casi siempre inventadas, y algunas de ellas especialmente malas, que terminaban con el socorrido "¡Has sido tú!"


Pero si hay un lugar, o un momento, especialmente mágico, creo que fue la primera vez que me enfrenté al mar... Esa mañana de Agosto, cuando tras demasiadas horas de viaje, nos faltó tiempo para dejarlo todo en el coche, o donde fuera, y acercarme al Mediterráneo... Una playa tranquila, y que desde mi pequeñez me parecía tremendamente grande, con arena fina y dorada, con la zona de cañaveral para darle la dosis exacta de peligro al paseo, y con ese chiringuito con aroma a sardinas recién asadas, chorizo frito, y trozos de morcilla... en su punto... sobre una generosa rebanada de pan... Mi playa de Cullera... la de noches que me quedé en el balcón, mirando el mar... y la de veces que me prometí a mí mismo que esta ocasión era la buena, que me pondría el despertador, para ir a ver amanecer en la orilla... pero nunca lo hice...


Otra de las cosas que me sorprendían (ahora, ya casi nada me sorprende) durante mi infancia, era el cine... Era mi pasión, bueno, una de mis pasiones, afortunadamente compartida por mis padres y mi hermana... Durante muchos años, el mejor momento de la semana era el sábado, o el domingo, cuando ibamos todos al cine, para olvidarnos de la realidad durante un rato, y de la grisura que lentamente se iba apoderando de los demás días de la semana... Ni siquiera en verano, durante las vacaciones, rompíamos con el ritual, y muchas noches, nos recorríamos media playa a trote cochinero, para ver dos películas, en dos cines que se encontraban muy separados... Eran los tiempos de ver algunas grandes películas, como "E.T.", "Los Goonies", "Herbie", "Los cañones de Navarone" y otras muchas, incluso reposiciones de cintas de Bruce Lee... Cines al aire libre, de bocata de chorizo o de panceta, cervecita fresca para mi padre, Coca-Cola y agua para mi hermana y para mí...


Me pediste, al principio de esta larga noche sin luna ni estrellas, que te hablara de mí, cuando era pequeño, de algunos detalles de mi infancia, a ser posible buenos... Solo me falta recordarte mi gran pasión: la lectura... Mundos enteros de tinta que se abren entre tus manos... Historias reales o imaginarias en las que puedes sumergirte... La posibilidad de controlar el "dónde", el "qué", el "cuándo" y el "cómo", al menos en uno de los aspectos de tu vida... Y de evadirte, por un tiempo, de la realidad... Supongo que ahora cierro el círculo, al contar historias...


Cuando yo era un niño pequeño, pero muuuyyy pequeño, supongo que el mejor consejo que podrían haberme dado ocuparía, en realidad, muy pocas palabras... Cuatro, como mucho... Y sería este: "No tengas miedo... ¡Vive!"


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